sábado, 19 de octubre de 2013

Un árbol habla sobre Orfeo

UN ÁRBOL HABLA SOBRE ORFEO (DENISE LEVERTOV)

Alba blanca. Quietud. Cuando el murmullo comenzó
pensé que era una ráfaga de viento, que llegaba del mar a nuestro valle
con rumores de sal, de horizontes sin árboles. Pero la niebla pálida
no se movió; las hojas de los otros quedaron extendidas,
en reposo.
Sin embargo, el murmullo estaba cada vez más cerca –y sentí
un cosquilleo atravesar mis ramas exteriores, casi como si
hubieran encendido un fuego desde abajo, demasiado cerca,
y hasta las ramas más pequeñas
se secaran, doblándose hacia adentro.
Y sin embargo, no estaba asustado,
sólo completamente alerta.
Yo fui el primero en verlo,
porque me erguía en la ladera, detrás de los demás.
Un hombre, parecía: dos
tallos en movimiento, el tronco breve, dos
ramas como brazos, flexibles, cada una con cinco
ramitas deshojadas en la punta,
y la cabeza coronada por un pasto marrón o a lo mejor dorado,
con una cara sin pico como los pájaros,
más parecida a la cara de una flor.
Cargaba algo
hecho con una rama, doblada cuando aún estaba verde,
con sarmientos trenzados y tensados a lo largo. De eso,
cuando lo tocaba, y de su voz,
que a diferencia de la voz del viento no se valía de
nuestras hojas y ramas para dar su sonido,
provenía el murmullo.
Pero no era ya un murmullo (él se había acercado
y detenido en mi primera sombra): era una ola que me bañó
como si un aguacero
brotara desde abajo y desde los costados
en lugar de caer.
Y lo que yo sentía ya no era un cosquilleo seco:
De repente me vi cantando junto a él, y sentí que sabía yo también
lo que sabe la alondra; toda mi savia
buscaba el sol que ya se había levantado, la niebla estaba disipándose,
el pasto se secaba, y sin embargo mis raíces sentían que la música
las nutría debajo de la tierra.
Él se acercó aun más, se recostó en mi tronco:
la corteza tembló como una hoja que está a punto de abrirse.
¡Música! Cada una de mis ramas
se estremeció de júbilo y temor.
Cuando empezó a cantar
la música dejó de ser sólo sonido:
hablaba, y yo escuchaba, como jamás escuchó antes un árbol,
y el lenguaje llegó desde la tierra
a mis raíces,
se metió en mi corteza
desde el aire,
y en los poros de mis brotes más tiernos
con la delicadeza del rocío
y no había palabra de su canto que yo no comprendiera.
Cantaba sobre viajes,
de adónde van la luna y el sol mientras nosotros nos quedamos a oscuras,
de un viaje bajo tierra que soñaba emprender alguna vez,
más hondo que las raíces…
Cantaba de los sueños de los hombres, de guerras, de pasiones y de penas,
y yo, que soy un árbol, entendí las palabras. ¡Ay! Parecía que mi áspera corteza
iba a quebrarse como la de un retoño que se apura en crecer en primavera
y una helada tardía lo sorprende.
Cantaba sobre el fuego,
al que temen los árboles, y yo que soy un árbol, al calor de sus llamas me alegré.
Nuevos brotes nacieron en mí, aunque ya era bien entrado el verano.
Su lira (ahora sé cómo le dicen)
parecía estar hecha a la vez de fuego y hielo, y sus cuerdas flamearon
hasta mi copa.
Yo volvía a ser semilla.
Era un helecho en el pantano.
Era carbón.
Y ahí en el corazón de mi madera
(tan cerca estaba de volverme hombre o dios)
había algo así como un silencio, como una enfermedad,
algo que se parece a eso que los hombres llaman aburrimiento,
algo
(el poema bajó un tono, como baja un arroyo sobre piedras)
que enfriaría la llama de una vela, incluso mientras arde, dijo él.
Fue entonces,
cuando en el apogeo de su fuerza,
que al alcanzarme me cambió,
haciéndome sentir que me desplomaría,
que el cantor comenzó
a abandonarme. Lentamente
se apartó de mi sombra meridiana, y salió hacia a la luz,
las palabras saltaban y bailaban encima de sus hombros de regreso hacia mí,
y los tonos fluviales de su lira lentamente se hacían
un murmullo
de nuevo.
Y yo,
aterrorizado,
pero sin duda alguna
de qué debía hacer
con angustia, apremiado,
arranqué de la tierra una raíz tras otra,
el suelo retumbaba y se quebraba, se desgranaba el musgo,
y tras de mí los otros: mis hermanos,
olvidados desde el amanecer. Ellos también lo habían
oído desde el bosque,
y dolorosamente arrancaban sus raíces
de entre capas y capas milenarias de hojas muertas,
removiendo las piedras,
liberándose
de sus profundidades.
Cualquiera esperaría que la lira y la voz
dejaran de escucharse
en el fragor de la tormenta, pero no había tormenta
ni viento, solamente
el aire que agitaban nuestras ramas y troncos al moverse.
¡Pero la música!
La música llegaba hasta nosotros.
Dificultosamente,
tropezando con nuestras propias raíces,
con un crujir
de hojas en respuesta,
nos pusimos a andar para seguirlo.
Todo el día estuvimos siguiéndolo, subimos y bajamos las colinas.
Y a bailar aprendimos:
porque él se detenía donde el suelo era llano,
y con su canto nos hacía saltar y dar vueltitas
unos alrededor de otros, dibujando figuras al antojo de la lira.
Y él se reía hasta las lágrimas al vernos, de tan feliz que estaba.
Cuando cayó la tarde
llegamos a este sitio donde estamos ahora, a esta lomada con su bosque añoso
que entonces era sólo pasto.
Y con la última luz, entonó una canción de despedida.
Aquietó nuestro anhelo.
Con su canto volvió nuestras raíces resecas por el sol a la tierra,
y les dio agua: una lluvia de música tan suave
que casi no la oíamos
llovió la noche entera en medio de la oscuridad sin luna.
Al alba, ya no estaba.
Desde entonces, hemos estado aquí,
en nuestra nueva vida.
Seguimos esperándolo.
Pero él no ha vuelto aún.
Dicen que hizo su viaje debajo de la tierra,
y que perdió lo que buscaba.
Lo derribaron, dicen,
y cortaron sus miembros para usarlos de leña.
Y dicen, además,
que seguía cantando su cabeza, y que cantando
por la corriente fue arrastrada al mar.
Tal vez ya no regrese.
Pero lo que vivimos
nadie puede quitárnoslo.
Vemos más.
Y sentimos,
con cada nuevo anillo que sumamos,
algo que impulsa nuestras ramas y extiende más allá nuestras últimas hojas.
Los pájaros y el viento,
no suenan peor que antes, sino más claramente:
con dolor nos recuerdan el día en que bailamos
y la música.